El coche se para delante de la casa, una
pequeña casa situada a escasos metros de la costa. Pedro se baja de él y se
dirige a la puerta. Antes, mira hacia el mar. Lo ve enorme y tranquilo. Brillante
refleja a destellos los rayos del sol. Parece que sonriera. En la orilla
observa cómo la marea masajea suavemente la tersa piel bronceada de la playa.
Un vaivén continuo y paciente que relaja la mirada. “Qué hermosa estampa”
piensa a la vez que suspira. No está sorprendido, estamos en el mes de octubre
y es normal que el viento pare por estas fechas. “El Burrero es una playa de
invierno”, pensó como siempre, ya que conoce muy bien el lugar.
Todos
los años había bajado a la playa para pasar el verano con su familia. Todos
menos los últimos tres, los mismos que lleva casado con Ana. Ahora vive en la
ciudad y sólo vuelve al pueblo para ir a casa de sus padres una vez por semana.
Pedro se avergüenza de haberse distanciado tanto de su costa. En tres años se
ha acercado muy raramente al Burrero, sólo de pasada, sólo para bajarse del
coche y notar el golpe del viento en su cuerpo al asomarse a la avenida,
mirando al norte. Cómo le gustaba esa sensación de ser empujado por esa potente
masa de aire que recorría el litoral con aromas marinos, de sal, de marisco, de
algas… Ahora disfrutaba nuevamente de él.
“No
me gusta esa playa, que incómoda es”. Su
mujer no comprendía qué veía en ella. Ella prefería las playas de arena.
El Burrero no es una playa
de arena, es un ser de piedra nacida del volcán y basalto que luego fue redondeada
al arrullo de las olas. Aunque siempre ha tenido arena en la orilla, una arena
rubia y compacta que resplandecía de dorado en la bajamar. Así recibía
cómodamente a quien se introdujera en sus aguas.
Todavía es pronto y no entra
en la casa, los chicos llegarán a eso de las once, así que tiene media hora
para pasear y distraerse un poco dejándose llevar por el magnetismo del arrullo
de las olas…
Una vez le pusieron arena
artificialmente a la playa, miles de toneladas de una arena tosca y oscura,
ahogándola de esta manera. La estrangularon asesinando su fluir natural, sus
peces, sus pastos. El Burrero no era así, no es una playa turística como las
del sur de la isla, no la podían cambiar de la noche a la mañana sin encontrar
resistencia. Por eso expulsaba la arena, arrojándola violentamente fuera de la
costa con las potentes mareas y la ayuda del céfiro. Su fuerza natural le
proporcionó la supervivencia frente a la ignorancia humana. Su voz, volvía a
resonar y de nuevo eran visibles los callaos y los charcos a lo largo de la
costa.
“Los diques quitarán el
viento”. Pedro reía tímidamente al recordar las palabras que dijo algún
dirigente municipal al inicio de las obras. “Qué estupidez”. Sin embargo esas
construcciones para retener la arena seguían ahí, rígidas apuñalando el mar,
una de ellas desde el Roque. Allí seguía inamovible configurando
la mejor estampa del Burrero, su más grande símbolo: Utigrande, el roque
emergente de las aguas, abruptamente volcánico, que desafía con su punta al
horizonte. Ahora soportaba el peso de esa enorme masa de hormigón
semi-sumergida.
En ese momento recordó
cuantas horas había pasado descalzo, a veces casi escalando, por el rugoso lomo
de esa fiera milenaria de piedra. Era como un dinosaurio enorme con una pequeña
cueva por boca, donde engullía a sus presas… Presas que no
sufrían entre sus fauces, ni eran devoradas, sino que solían armar una gran fiesta
cada vez que allí se adentraban, dejando depositado a modo de pienso para la
bestia la fregadura y los residuos de su jolgorio… ¿Cuántas veces había sido
partícipe de tamaña atrocidad? Era incapaz de recordarlo. Al menos le quedaba
el consuelo de haber organizado varias veces aquella especie de “Brigadas
anti-basura” armadas con bolsa de plástico y guantes de látex.
Estas brigadas recogían toda
la porquería que muchos dejaban: colillas de cigarros, latas de refrescos,
paquetes de papas… ¡¡Cáscaras de pipas!! A montones y por todos lados.
Comer pipas es una delicia y
un entretenimiento, pero también un recuerdo imborrable de tu paso por un
lugar. Gran parte del placer de comer pipas residía en escupir las cáscaras
alrededor de donde estás sentado, y cuanto más lejos
y con más fuerza lo hicieras, mejor. Sin embargo no
tenía ninguna gracia mantener las cáscaras repletas de saliva en la mano o en
una bolsa como hacían algunos que normalmente eran vilipendiados por ello. Pedro lo
recordaba ahora y se reía:
“¡Cómo la visión de un niño
puede transformar un acto cívico como ése en algo vergonzoso! ¡En fin!”
La peor parte del proceso de
limpieza de esas brigadas era cuando se llegaba a la cara oculta de la luna, el
peligro en forma de risco y viento. Sólo los más atrevidos subían por las rocas
hasta la zona del Roque que daba a la “Mar fea”, apodada así por su bravura y
turbulencia. Allí se colocaban algunos pescadores que pasaban horas y horas
pescando o matando el tiempo, quizá solamente para huir de la rutina de su casa
o quizá para reflexionar a cerca de la vida, convirtiéndose en una suerte de
pensadores marinos esculpidos sobre la roca. Se curvaban barbilla en mano
adoptando la famosa postura rodiniana mientras esperaban picada a picada que
algún pez quedara atrapado en el anzuelo de su caña.
Los pescadores llevaban
comida además de carnadas, dígase gambas, caballas cangrejos o erizos. Muchas
veces sus sobras quedaban de regalo al próximo pescador y ya putrefactas
podrían espantar al mismísimo Drácula. Pero la cosa no solía terminar ahí, sino
que también se cagaban entre los huecos de las rocas, firmando con heces un
precioso cuadro. En definitiva, un magnífico bodegón apto únicamente para
estómagos de hierro.
Pedro recordaba que muy
pocas veces lograron convencer al resto del grupo para limpiar esa zona. Al
final siempre algún padre, que intentaba dar buen ejemplo a sus hijos, ayudaba
en dicha tarea. Afortunadamente parece que hoy hemos mejorado al respecto y nos
hemos concienciado del deber de conservar el medio natural limpio y sin rastro
del paso humano, aunque quizá la limpieza actual también se deba a la menor afluencia de gente en la playa. “¡Qué guarros podemos llegar a ser!”
Los chicos del grupo, ya un
poco mayores, se acercaban a la zona para otros fines menos bienintencionados y
así practicar deportes de riesgo, como lanzarse de las rocas desde una altura
bastante considerable al mar. Intentaban demostrar a los demás de lo que eran
capaces al tirarse de más altura que nadie o de la forma más osada, dando un
aspecto de valentía que les proporcionara cierto prestigio en el grupo o
impresionara a alguna chica. Otros simplemente buscaban diversión.
“¡Qué emoción, qué subidón
de adrenalina se experimentaba en los momentos antes de tirarte de uno de los
pisos!” Nadie sabía quién fue el primero en llamarlos así, pero habían
denominado como pisos a ciertos estratos o niveles establecidos a alturas
diferentes en el Roque. El primero era el acceso de la piedra al mar, casi a su
altura a marea alta; el segundo, se elevaba varios metros en perpendicular a
modo de pequeño acantilado y el tercero era la roca escarpada que se sobreponía
al piso anterior.
En esa zona el agua tiene
bastante profundidad y sólo se debía tener cuidado de no caer un poco ladeado y
recibir un buen cachetón de la superficie marina, un “planchazo” que podía
quedar marcado en rojo sobre la piel algunos minutos. Por esta razón el arte
residía en caer lo más perpendicular posible. Sin embargo, el peligro estaba en
caer desde el tercer piso sorteando la roca que inmediatamente te encontrabas
tras el salto, por lo cual, tras tomar el suficiente impulso, la caída debía formar una parábola .
“Caer…” En ese momento un
escalofrío le recorre todo el cuerpo cuando ve la montaña que crece tras el
Roque. Le ha venido a su mente la imagen
de Ismael. Por un instante se queda paralizado. Él no acudirá a la cita de hoy
con el resto de amigos, a él le es imposible. Decidió marcharse a un viaje sin
retorno el día que acabó con su vida tirándose por el risco de la montaña.
“¿Por qué lo hizo?... Ni
idea”. Ismael nunca dejó una nota trágica con ideas románticas acerca de la
vida y la muerte, con despedidas sentenciosas ni nada por el estilo.
“Simplemente se arrojó una noche de asadero sin que nos diéramos cuenta. Nos
extrañó que de repente no estuviera allí, ¿dónde se habría metido si hacía poco
estaba riendo con nosotros?”.
“Seguramente se habría
sentido un poco mal y se habría acercado a su casa”. Ismael sentía vergüenza de
mostrar en público sus debilidades. Salir a desbandada debido a un malestar causado
por el alcohol fue lo que todos creyeron más probable que hiciera, dado la alta
cantidad de botellas vaciadas aquella noche.
Pero no fue así y a la
mañana siguiente los pescadores encontraron su cuerpo sin vida sobre las rocas.
“Nos enteramos a mediodía con resaca después de levantarnos… ése es un día
difícil de olvidar”.
Cierto es que Ismael era un
muchacho muy introvertido, y no era dado a dejar al descubierto sus
sentimientos. Siempre daba una imagen de aparente dureza con la que intentaba
disimular una falta de confianza en sí mismo.
“¿Qué
hace a las personas suicidarse? La gente a veces comenta que hay que ser muy
valiente para acabar con tu propia vida, pero yo no lo veo así. ¿Qué valentía puede
haber en ello? Ninguna…
Todos hemos pensado alguna
vez qué pasaría si muriéramos de repente, o en cómo quisiéramos desaparecer y
eludir los problemas. La muerte como solución final, entrando en el callejón
sin salida, el del olvido de la propia memoria, en el eterno descanso de la
lucha del día a día. Caer en estas ideas y llevarlas a cabo no es para mí ni
valentía ni cobardía, sino desesperación, falta de tenacidad
para manejar tu vida en un camino que te lleve al logro de tus
metas, más allá de los obstáculos y los contratiempos.
Si
Ismael se suicidó no fue sino por ello, por la dejadez de no querer luchar por
tener una vida mejor, superando las circunstancias y los pormenores que, por
una razón u otra, atormentaban sus pensamientos. Sin embargo comprendo que no
todas las personas tienen la suficiente fuerza para afrontar estos males y
prefieren dejarse caer… Yo creo que precisamente, son esas personas las que
necesitan nuestra ayuda, una ayuda que en nuestra juventud no supimos dar a
Ismael como amigos suyos que éramos. Sólo le reportamos la juerga y los buenos
momentos. Momentos que actuaron como una droga que le ayudaba a evadirse de sus
problemas, los cuales no consiguió solucionar. Pasados los efectos del
jolgorio, la nube que nublaba sus ideas y ensombrecía sus días seguía
amenazante…
Nunca
podré quitarme la sensación de que todos fracasamos como amigos, o que no
hicimos lo que realmente se le supone a un amigo de verdad… Me entristece
demasiado.
Pero bueno, hoy será un día
mejor, nos reuniremos todos de nuevo y recordaremos los buenos momentos vividos
en esta playa, la playa de nuestra vida, la que nos acogía cada verano y se
llenaba de nuestras fantasías y realidades. Hoy será un día feliz”.
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