jueves, 9 de mayo de 2013

DÍA FELIZ


           El coche se para delante de la casa, una pequeña casa situada a escasos metros de la costa. Pedro se baja de él y se dirige a la puerta. Antes, mira hacia el mar. Lo ve enorme y tranquilo. Brillante refleja a destellos los rayos del sol. Parece que sonriera. En la orilla observa cómo la marea masajea suavemente la tersa piel bronceada de la playa. Un vaivén continuo y paciente que relaja la mirada. “Qué hermosa estampa” piensa a la vez que suspira. No está sorprendido, estamos en el mes de octubre y es normal que el viento pare por estas fechas. “El Burrero es una playa de invierno”, pensó como siempre, ya que conoce muy bien el lugar.
            Todos los años había bajado a la playa para pasar el verano con su familia. Todos menos los últimos tres, los mismos que lleva casado con Ana. Ahora vive en la ciudad y sólo vuelve al pueblo para ir a casa de sus padres una vez por semana. Pedro se avergüenza de haberse distanciado tanto de su costa. En tres años se ha acercado muy raramente al Burrero, sólo de pasada, sólo para bajarse del coche y notar el golpe del viento en su cuerpo al asomarse a la avenida, mirando al norte. Cómo le gustaba esa sensación de ser empujado por esa potente masa de aire que recorría el litoral con aromas marinos, de sal, de marisco, de algas… Ahora disfrutaba nuevamente de él.
            “No me gusta esa playa, que incómoda es”.  Su mujer no comprendía qué veía en ella. Ella prefería las playas de arena.
El Burrero no es una playa de arena, es un ser de piedra nacida del volcán y basalto que luego fue redondeada al arrullo de las olas. Aunque siempre ha tenido arena en la orilla, una arena rubia y compacta que resplandecía de dorado en la bajamar. Así recibía cómodamente a quien se introdujera en sus aguas. 
Todavía es pronto y no entra en la casa, los chicos llegarán a eso de las once, así que tiene media hora para pasear y distraerse un poco dejándose llevar por el magnetismo del arrullo de las olas…
Una vez le pusieron arena artificialmente a la playa, miles de toneladas de una arena tosca y oscura, ahogándola de esta manera. La estrangularon asesinando su fluir natural, sus peces, sus pastos. El Burrero no era así, no es una playa turística como las del sur de la isla, no la podían cambiar de la noche a la mañana sin encontrar resistencia. Por eso expulsaba la arena, arrojándola violentamente fuera de la costa con las potentes mareas y la ayuda del céfiro. Su fuerza natural le proporcionó la supervivencia frente a la ignorancia humana. Su voz, volvía a resonar y de nuevo eran visibles los callaos y los charcos a lo largo de la costa.
“Los diques quitarán el viento”. Pedro reía tímidamente al recordar las palabras que dijo algún dirigente municipal al inicio de las obras. “Qué estupidez”. Sin embargo esas construcciones para retener la arena seguían ahí, rígidas apuñalando el mar, una de ellas desde el Roque. Allí seguía inamovible configurando la mejor estampa del Burrero, su más grande símbolo: Utigrande, el roque emergente de las aguas, abruptamente volcánico, que desafía con su punta al horizonte. Ahora soportaba el peso de esa enorme masa de hormigón semi-sumergida.
En ese momento recordó cuantas horas había pasado descalzo, a veces casi escalando, por el rugoso lomo de esa fiera milenaria de piedra. Era como un dinosaurio enorme con una pequeña cueva por boca, donde engullía a sus presas… Presas que no sufrían entre sus fauces, ni eran devoradas, sino que solían armar una gran fiesta cada vez que allí se adentraban, dejando depositado a modo de pienso para la bestia la fregadura y los residuos de su jolgorio… ¿Cuántas veces había sido partícipe de tamaña atrocidad? Era incapaz de recordarlo. Al menos le quedaba el consuelo de haber organizado varias veces aquella especie de “Brigadas anti-basura” armadas con bolsa de plástico y guantes de látex.
Estas brigadas recogían toda la porquería que muchos dejaban: colillas de cigarros, latas de refrescos, paquetes de papas… ¡¡Cáscaras de pipas!! A montones y por todos lados.
Comer pipas es una delicia y un entretenimiento, pero también un recuerdo imborrable de tu paso por un lugar. Gran parte del placer de comer pipas residía en escupir las cáscaras alrededor de donde estás sentado, y cuanto más lejos y con más fuerza lo hicieras, mejor. Sin embargo no tenía ninguna gracia mantener las cáscaras repletas de saliva en la mano o en una bolsa como hacían algunos que normalmente eran vilipendiados por ello. Pedro lo recordaba ahora y se reía: 
“¡Cómo la visión de un niño puede transformar un acto cívico como ése en algo vergonzoso! ¡En fin!”
La peor parte del proceso de limpieza de esas brigadas era cuando se llegaba a la cara oculta de la luna, el peligro en forma de risco y viento. Sólo los más atrevidos subían por las rocas hasta la zona del Roque que daba a la “Mar fea”, apodada así por su bravura y turbulencia. Allí se colocaban algunos pescadores que pasaban horas y horas pescando o matando el tiempo, quizá solamente para huir de la rutina de su casa o quizá para reflexionar a cerca de la vida, convirtiéndose en una suerte de pensadores marinos esculpidos sobre la roca. Se curvaban barbilla en mano adoptando la famosa postura rodiniana mientras esperaban picada a picada que algún pez quedara atrapado en el anzuelo de su caña.
Los pescadores llevaban comida además de carnadas, dígase gambas, caballas cangrejos o erizos. Muchas veces sus sobras quedaban de regalo al próximo pescador y ya putrefactas podrían espantar al mismísimo Drácula. Pero la cosa no solía terminar ahí, sino que también se cagaban entre los huecos de las rocas, firmando con heces un precioso cuadro. En definitiva, un magnífico bodegón apto únicamente para estómagos de hierro.
Pedro recordaba que muy pocas veces lograron convencer al resto del grupo para limpiar esa zona. Al final siempre algún padre, que intentaba dar buen ejemplo a sus hijos, ayudaba en dicha tarea. Afortunadamente parece que hoy hemos mejorado al respecto y nos hemos concienciado del deber de conservar el medio natural limpio y sin rastro del paso humano, aunque quizá la limpieza actual también se deba a la menor afluencia de gente en la playa. “¡Qué guarros podemos llegar a ser!”
Los chicos del grupo, ya un poco mayores, se acercaban a la zona para otros fines menos bienintencionados y así practicar deportes de riesgo, como lanzarse de las rocas desde una altura bastante considerable al mar. Intentaban demostrar a los demás de lo que eran capaces al tirarse de más altura que nadie o de la forma más osada, dando un aspecto de valentía que les proporcionara cierto prestigio en el grupo o impresionara a alguna chica. Otros simplemente buscaban diversión.
“¡Qué emoción, qué subidón de adrenalina se experimentaba en los momentos antes de tirarte de uno de los pisos!” Nadie sabía quién fue el primero en llamarlos así, pero habían denominado como pisos a ciertos estratos o niveles establecidos a alturas diferentes en el Roque. El primero era el acceso de la piedra al mar, casi a su altura a marea alta; el segundo, se elevaba varios metros en perpendicular a modo de pequeño acantilado y el tercero era la roca escarpada que se sobreponía al piso anterior.
En esa zona el agua tiene bastante profundidad y sólo se debía tener cuidado de no caer un poco ladeado y recibir un buen cachetón de la superficie marina, un “planchazo” que podía quedar marcado en rojo sobre la piel algunos minutos. Por esta razón el arte residía en caer lo más perpendicular posible. Sin embargo, el peligro estaba en caer desde el tercer piso sorteando la roca que inmediatamente te encontrabas tras el salto, por lo cual, tras tomar el suficiente impulso, la caída debía formar una parábola .
“Caer…” En ese momento un escalofrío le recorre todo el cuerpo cuando ve la montaña que crece tras el Roque.  Le ha venido a su mente la imagen de Ismael. Por un instante se queda paralizado. Él no acudirá a la cita de hoy con el resto de amigos, a él le es imposible. Decidió marcharse a un viaje sin retorno el día que acabó con su vida tirándose por el risco de la montaña.  
“¿Por qué lo hizo?... Ni idea”. Ismael nunca dejó una nota trágica con ideas románticas acerca de la vida y la muerte, con despedidas sentenciosas ni nada por el estilo. “Simplemente se arrojó una noche de asadero sin que nos diéramos cuenta. Nos extrañó que de repente no estuviera allí, ¿dónde se habría metido si hacía poco estaba riendo con nosotros?”.
“Seguramente se habría sentido un poco mal y se habría acercado a su casa”. Ismael sentía vergüenza de mostrar en público sus debilidades. Salir a desbandada debido a un malestar causado por el alcohol fue lo que todos creyeron más probable que hiciera, dado la alta cantidad de botellas vaciadas aquella noche.
Pero no fue así y a la mañana siguiente los pescadores encontraron su cuerpo sin vida sobre las rocas. “Nos enteramos a mediodía con resaca después de levantarnos… ése es un día difícil de olvidar”.
Cierto es que Ismael era un muchacho muy introvertido, y no era dado a dejar al descubierto sus sentimientos. Siempre daba una imagen de aparente dureza con la que intentaba disimular una falta de confianza en sí mismo.
            “¿Qué hace a las personas suicidarse? La gente a veces comenta que hay que ser muy valiente para acabar con tu propia vida, pero yo no lo veo así. ¿Qué valentía puede haber en ello? Ninguna…
Todos hemos pensado alguna vez qué pasaría si muriéramos de repente, o en cómo quisiéramos desaparecer y eludir los problemas. La muerte como solución final, entrando en el callejón sin salida, el del olvido de la propia memoria, en el eterno descanso de la lucha del día a día. Caer en estas ideas y llevarlas a cabo no es para mí ni valentía ni cobardía, sino desesperación, falta de tenacidad para manejar tu vida en un camino que te lleve al logro de tus metas, más allá de los obstáculos y los contratiempos.
            Si Ismael se suicidó no fue sino por ello, por la dejadez de no querer luchar por tener una vida mejor, superando las circunstancias y los pormenores que, por una razón u otra, atormentaban sus pensamientos. Sin embargo comprendo que no todas las personas tienen la suficiente fuerza para afrontar estos males y prefieren dejarse caer… Yo creo que precisamente, son esas personas las que necesitan nuestra ayuda, una ayuda que en nuestra juventud no supimos dar a Ismael como amigos suyos que éramos. Sólo le reportamos la juerga y los buenos momentos. Momentos que actuaron como una droga que le ayudaba a evadirse de sus problemas, los cuales no consiguió solucionar. Pasados los efectos del jolgorio, la nube que nublaba sus ideas y ensombrecía sus días seguía amenazante…
            Nunca podré quitarme la sensación de que todos fracasamos como amigos, o que no hicimos lo que realmente se le supone a un amigo de verdad… Me entristece demasiado.
Pero bueno, hoy será un día mejor, nos reuniremos todos de nuevo y recordaremos los buenos momentos vividos en esta playa, la playa de nuestra vida, la que nos acogía cada verano y se llenaba de nuestras fantasías y realidades. Hoy será un día feliz”.